martes, 31 de mayo de 2016

Todo es más simple.

Tengo mal gusto para elegir mujeres. O mejor tendría que decir que tengo mal gusto para dejarme elegir por determinadas mujeres. Y así pasa, que siempre se portan mal conmigo. O directamente me dan por ahí. Y lo peor de todo es que no tengo fondo. Parece que lo busco ¿Será que me va ese rollo? En cualquier caso, parece que tengo un imán para atraer a la mujer equivocada a mi vida. Y con esta última ha sido igual. ¿No hubiese sido más fácil decir algo del tipo "cariño, sigue tu camino"? Pero claro, me habría salido en plan Bond, Cutre Bond, y ante semejante estupidez realmente hubiese seguido su camino porque para qué quedarse con tan inigualable memo. Y seguiremos buscando, y errando. Soy carne de cañón. Es lo que hay.
Quizás podría haberme puesto poético y decir algo así como:

Mil mujeres habitan en mí
y las mil claman por salir
Pero solo existe una que temí
que tratará de escabullir
todo cuanto podría llenar
un corazón sin profanar.
Y esa eres tú, Maripili
(con dos cojones)

—Claro, claro. Muy bonito el poema. Luego dirás que sales trasquilado ¿A quién vas a enamorar con esos versos de muchachuelo de secundaria?
—Vale, voz de la conciencia, podrías irte un poquito al guano o, al contrario, ayudarme a tratar de conseguir algo que merezca la pena.
—Perdona, pero yo no tengo la culpa de que seas un memo integral ¡Trata de pensar un poquito, hombre! No se trata de estar con alguien simplemente, buscamos que nos quieran ¡Que nos quieran!, que nos amen, que nos pretendan, que nos enamoren, que nos anhelen, que... ¿hace falta que siga?
— ¿Tú eres tonto, no? Pues si ya trato yo de...
— ¡Pues no lo suficiente...!
— ¡Pues dime tu...!
— Pero, alma de cántaro, no vayas de flor en flor tal cual abeja. Que más que abeja pareces abejorro. Tratemos de buscar, de separar el grano de la paja, de mirar "otros horizontes".
—Muy campestre te has levantado tu hoy ¿no crees?
—Vamos a ver. Lo que tenemos que hacer es poner el listón más alto, y no que la primera que pasa y te hace ojitos te pones a babear tal cual bebé antes de mamar.
—¡Efectivamente! Poner el listón más alto, cómo no se me había ocurrido. Teniendo en cuenta que llevamos seis meses sin estar con alguien, y ¡no te quiero decir sin mojar! Voy a poner el listón pero bien alto, en lo alto de tu crisma te lo partiría si pudiese. Pero qué voz de la conciencia tan tonta me ha tocado en suerte.
—Trata de escucharme, por favor. Seamos algo más selectivos. Y veamos más allá. Por ejemplo ¿no te has dado cuenta de que hay una que no para de mandarte señales de humo desde hace tiempo? Y trabajas con ella.
— ¿De quién hablas?
—Realmente aparte de un mendrugo eres ciego. Martina, la de administración.
— ¡Pero cómo se va a fijar esa muchacha en mí! Es guapa, inteligente... y me prepara un café de miedo todos los días... y me ayuda cuando estoy agobiado... y me llama a casa para ver si necesito algo... y me... ¿Tú crees que...?
—Lo que yo te diga, ciego y tonto ¡Ay Señor, llévame pronto!

                                                                                                     Publicado el 27 de septiembre de 2015

domingo, 29 de mayo de 2016

Mierda de vida

Me imaginaba igual que estaba hace un año. Con una pedazo de mujer al lado y un margarita en la mano. La brisa del mar dándome en la cara y el sonido de las olas acariciando mis oídos. ¿Y ahora? Aquí, tumbado en la cama. Mirando al techo. Haciendo dibujos en el gotelé que solo puedo ver yo. Formas imposibles, figuras indefinidas. Igual que resultaba mi vida. Todo muy abstracto ¿Podía llamarlo así? Por supuesto que sí. Si no lo entendía ni yo ¿Cómo podía haber llegado hasta este punto? ¿Cómo había cambiado tanto todo en solo un año?

Todavía recuerdo cuando al volver de vacaciones me pusieron el finiquito sobre la mesa. Es lo que hay, me dijeron. Y cuando se lo contaba a mi esposa, su cara de sorpresa primero y de incredulidad después. Mis esfuerzos por pedirle tiempo y paciencia para enmendar el asunto, Los suyos cuando me dijo seis meses después que había alguien más. Su jefe. Que le empezó a contar mis problemas y una cosa llevó a la otra... Coño, y si le cuenta los suyos ruedan una película porno. Hija de...

Mis recuerdos cuando le di las gracias por "su paciencia y su tiempo". Su gran corazón cuando me dijo que, por favor, me quedase con la casa y el coche. Y, por supuesto, con la hipoteca y el préstamo que iban con ellos. Y ¡¿cómo los voy a pagar?! Qué hija de...

Y ahora aquí estoy. Solo, en el paro, con dos préstamos. Y comiéndome los pocos ahorros que me quedan. —Puedes vender la casa y sacar un dinerito— me dijo cuando hacía la maleta. Con esta puñetera crisis y quieres que venda así como así un piso de 200.000 euros. Qué gran hija de... Y qué mierda de vida.

Y en esas me hallaba cuando sonó el timbre de la puerta. Una y otra vez. Y yo pasaba de él. Y siguió sonando. Y yo seguí pasando. Hasta que la insistencia fue tal que tuve que levantarme para abrir la puñetera puerta, mientras pensaba que como fuesen los Testigos de Jehová los gritos los iba a escuchar hasta su Jefe. Pero no.

Cuando abrí la puerta allí estaba ella. Me soltó un hola con mala leche al tiempo que añadía algo así como que era la vecina de abajo y que había subido porque una gotera amenazaba su nuevo piso. Es verdad, el piso de abajo que estaba deshabitado desde hacía tiempo. Y ahora estás tú. Y qué tú.
Ella siguió hablando y yo solo podía mirarla embobado. Hasta que me sacó de mi abstracción con un: —¡¿Pero me estás escuchando?!
—Sí, sí, perdona. Es que me acabo de despertar de la siesta y...
— ¿La siesta? ¿A las ocho de la tarde? Tú mismo.
—Sí, bueno... soy así... Entonces ¿una gotera? Si quieres lo vemos y llamo al seguro y tal.
—Hombre, algo tendremos que hacer.
Algo haríamos, pensé para mis adentros; si tú quisieras, claro. Pero no querrás.

Bajamos a su piso y me enseñó la gotera. Le dije que no habría ningún problema, que daría aviso inmediatamente para que pasasen a arreglarlo y me dispuse a salir de allí lo antes posible para no cabrearla más. Y cuando ya estaba en la puerta de entrada me dijo suavizando el tono:
—Creo que hemos empezado con mal pie. Si te parece volvemos al principio. Mi nombre es Ángela.
Sonreí ante su ofrecimiento de la pipa de la paz, me presenté en condiciones y le pedí disculpas de nuevo. Y ante mi propio asombro, me ofrecí a invitarla a un café como compensación y para sellar nuestra nueva amistad vecinal. Y ella, más asombrosamente y con una franca sonrisa, dijo sí. Joder, que dijo sí. E inmediatamente pensé en cómo te puede cambiar la vida una gotera.

                                                                                                       Publicado el 5 de septiembre de 2015

viernes, 27 de mayo de 2016

Una extraña enfermedad

—Muy bien Ángela, haga pasar al siguiente.
—Enseguida, doctor.
El doctor Osvaldo, psiquiatra, llevaba ejerciendo la medicina desde hacía mucho años. Demasiados. Había tratado infinidad de casos francamente duros de abordar y a los que tuvo que poner toda su sabiduría para sacarlos adelante. Y ya estaba cansado. Era un trabajo arduo y él ya no tenía los recursos suficientes para dejar de lado los problemas de sus pacientes, para que no le afectasen. Pero ese día fue demasiado.

La enfermera hizo pasar al paciente. Su cara era un poema: triste, ojeroso, decaído... un enfermo en toda regla.
El médico se levantó para saludarlo.
—Buenos días, pase y tome asiento, por favor. Trae usted mala cara. Cuénteme qué le sucede.
El hombre se frotaba las manos compulsivamente mientras paseaba sus ojos de tristeza infinita por todos los lados sin saber cómo encarar el asunto. Las palabras parecían no querer salir de su garganta.
El doctor ante la situación hizo por acercarse a él.
—Dígame, cómo puedo ayudarle. Deme algún dato por el que poder orientarme. Es verdad que le veo pálido, con ojeras...
El hombre no contestó, se limitó a coger aire profundamente y suspirar con tal fuerza que pareció que la vida se escapaba por su boca.
El médico le miraba atentamente tratando de encarar lo que tenía delante. Mientras, el hombre seguía en ese estado apático.
—Vamos a ver ¿le duele algo?
Por fin, el paciente le miró con unos ojos sin vida y le dijo quedo:
—Me duele el alma.
—Bueno — exclamó el doctor— por lo menos ya tenemos por dónde empezar. Ahora tratemos de ver el origen ¿Le han diagnosticado algún tipo de dolencia física grave?
—No, físicamente me encuentro bien. Cansado sí, duermo bastante mal.
—Le cuesta dormir, pero ¿por una simple falta de sueño o existe alguna preocupación que se lo impide?
—Sí, últimamente algo me ronda la cabeza. No me había pasado nunca porque nunca había necesitado nada, ni a nadie. Era feliz solo, con mis cosas. Pero ahora...— y el hombre calló.
—Así que ahora hay algo que le ha trastocado la vida.
—Sí, doctor. Me ha puesto el mundo del revés.
—Por favor, continúe ¿qué ha sido?
Al paciente de pronto se le iluminó la cara, miró a los ojos del médico y le dijo
—Tendría que verla. El día que la conocí estaba con un amigo que me la presentó —¿Qué te parece mi nueva churri, tío?— me dijo. Y me quedé prendado. Atractiva, con unos grandes ojos... simplemente maravillosa. Y americana.
—Vaya vaya, una americana. Así que ella es la culpable de su malestar. Bueno, al menos ya sabemos cuál es su enfermedad, sufre de cupidosis.
—¿Cómo? Pero ¿eso es grave?
El médico se echó a reír y le contestó
—Es algo que afecta a casi todo el mundo, y la gravedad de la enfermedad es la que usted crea que tiene.
El hombre miraba al médico con cara de no entender absolutamente nada.
—Me explico, quiero decir que Cupido le ha tirado la flecha del amor y le ha dado bien de lleno. Que está usted enamorado, alma de cántaro.
El hombre bajó los ojos sonrojándose y le dijo
—Es que tendría que verla. Qué estilo, qué curvas, qué carácter... y cuando la luz del sol se refleja en sus cromados es...
— ¡¿Cómo?!— saltó el médico como un resorte. —Pero ¡¿de qué me está hablando?!
El paciente se quedó sorprendido ante la reacción del médico
—Pues... de una moto, doctor; pero no de cualquier moto, una Harley ¡Y qué Harley!
En ese momento el médico estalló
—Salga ahora mismo de mi consulta ¡merluzo!
—Pero doctor, es que yo la quiero, no puedo vivir sin ella... sin su pop-pop...
El psiquiatra lo miró y cayó en la cuenta de lo que tenía que hacer: jubilarse ya mismo.

jueves, 26 de mayo de 2016

Un adiós.

La penumbra, el olor a cerrado, la atmósfera casi opresiva y el fuerte olor a alcohol. Todo ello definía perfectamente el ambiente de la habitación. Los ojos perdidos en el infinito y el vaso en la mano. Un trago. Otro más. Pero pese a tener nublada la razón su pensamiento estaba en el mismo sitio. Cuando ella le dijo adiós. Cuando mirándole a los ojos añadió un "simplemente, no puedo más". Que tenía que irse. Y él sin saber qué hacer, ni qué decir.

— ¿Y qué hago yo ahora?—la preguntó—Toda mi vida dedicada a ti. A nosotros. No puedes decirme que te vas. No lo permito.
—No se trata de lo que tú quieres. Esto se ha acabado. No tengo fuerzas para seguir luchando por los dos—dijo con aire cansado.
—No, no puedes. Trataré de hacer más por ti, de luchar más, de...—profirió entre sollozos.
Ella lo miró con ternura. Siempre había sido un hombre apocado, cariñoso y atento, pero inseguro, y tendría que salir adelante solo. No podía dejarlo así, pero la suerte estaba echada.
Cogió su mano mientras le sonreía. Un último acto de amor antes de la despedida. Y él respondió tomándosela con vigor, con veneración ante su esfuerzo. Y se hizo un gran silencio.
Y pasó el tiempo. Quién sabe si minutos, horas... Pero no podía dejarla escapar. Y siguió aferrado a ella. A todo lo que representaba, a toda una vida juntos.

La mano del médico sobre su hombro le trajo a la realidad. —Abuelo, se ha ido— le dijo con afecto y sabiendo que no era eso lo que él quería oír.
El anciano abrió sus desolados ojos, besó tiernamente las manos de su esposa y le musitó un débil adiós. Adiós.


La penumbra, el olor a cerrado, la atmósfera casi opresiva y el fuerte olor a alcohol. Todo ello definía perfectamente su vida sin ella. Un trago y otro más. Pero no puede olvidar que ella ya no está.

                                                                                                            Publicado el 29 de agosto de 2015

martes, 24 de mayo de 2016

Naufragio emocional con final feliz

Solo veía las puntas de mis zapatos. Avanzando. Un dos, un dos... Aparecen y desaparecen ante mis ojos a una velocidad notable. Ni me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor. Solo de vez en cuando intuyo otros zapatos que pasan junto a mí. Pero no quiero levantar la mirada. En realidad no puedo. El corazón se me sale del pecho y la cabeza está a punto de explotar. Pero no es solo por la rapidez con la que voy. Todavía tengo grabada su expresión en mi cerebro, sus ojos de sorpresa ante mi confesión. Su voz balbuceante, sin saber realmente cómo decirme que no.
—Bueno, sí... la verdad es que eres muy majo, y me caes bien y eso, pero...".
Ni la dejé acabar, únicamente acerté a pedir unas torpes disculpas, busqué la puerta más cercana y solo me habría faltado echar a correr para hacer más ridícula mi huida.
Seguí andando hacia ningún sitio. Mirando las puntas de mis zapatos. Embobado. Apareciendo y desapareciendo. Un dos, un dos. Yo también quería desaparecer, pero sus ojos me perseguían, esos ojos que me decían a las claras — ¡¿pero qué me estás contando?!—. Y yo solo quería volatilizarme.

Empecé a notar cierta humedad en mi cabeza. Una gota, dos... Parece que quiere llover. Tres, cuatro... No parece, va a llover. Cinco, seis... Claro, es lo que me falta.
Y rompió. Y al mismo momento las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas, pero nadie se daba cuenta. O quizás es que a nadie le importaba. Y cuanto más llovía mejor me sentía porque más podía dejar brotar mis lágrimas. La propia lluvia las disimulaba. Pero no solo era eso, parecía que cada gota arrastraba un poco de mi sufrimiento, de mi dolor. Como si la propia lluvia se apiadase de mí y me diese un consuelo que no podría encontrar en otra parte. Y el peso sobre mis hombros se fue suavizando.
Ya no andaba a marchas forzadas. La velocidad iba disminuyendo, como si una mano me agarrase afectuosamente obligando a mi cuerpo a moderar su celeridad. Y la lluvia seguía cayendo. Me dejaba llevar por la inercia mientras notaba el agua caer por mi cara y mi cuello, metiéndose por dentro de la camisa y resbalar por mi espalda. Me estaba empapando como un imbécil.

Por fin levanté la cabeza y me di cuenta de la que estaba cayendo. Y yo allí, en mitad del parque, absolutamente solo. Apenas se veía algún paraguas con patas en la distancia que casi corría para guarecerse de esta tormenta de verano. Y yo también eché a correr. Ahora sí, pero para qué. Si ya estaba absolutamente empapado. No paré hasta encontrar la marquesina de la parada del autobús. Y allí me quedé un rato, contemplando como jarreaba mientras dejaba mi mente en blanco. No quería más. Hasta que sonó su voz.

Tan absorto estaba en mi mundo que no había reparado en que bajo la marquesina había alguien más. Me giré y solo pude musitar
— ¿me hablas a mí?—. 
—Sí, claro— dijo con un poquito de sorna.
Pero si estábamos completamente solos. Realmente quién coño iba a estar allí si llovía a mares.
Le volví a preguntar sobre lo que me decía y no había oído.
—Que te has mojado un poco ¿no?
Miré mi ropa y la verdad es que no podía absorber más agua.
Le contesté con un sí entre dientes y una media sonrisa de lo más estúpida.
Pero ella no se encontraba mucho mejor que yo. También la debía de haber sorprendido la lluvia porque su camiseta se encontraba empapada y pese a tener los brazos cruzados sobre el pecho, dejaba entrever sus formas. Y mis ojos buscaban mil sitios donde refugiarse pero volvían al mismo lugar una y otra vez. El pelo ensopado que caía sobre su cara escondía a medias unos ojos que me escudriñaban a medio camino entre curiosos y divertidos. Y yo con cara de nabo mirando al frente.

Al final, giró la cabeza en un intento de verme la cara y me dijo al tiempo que me tendía la mano
—Soy Carla—. Respondí a su saludo dándole la mía y un simple hola y volví a mi posición neutra de vista al tendido, lo que provocó en ella una sonora carcajada. Y ahí me desarmé. La miré como un cordero a punto de ser degollado y creo, sinceramente, que en ese instante, ella supo más de mí que yo mismo, devolviéndome una de las miradas más comprensivas y afectuosas que yo jamás había visto. Y pude sonreír de nuevo.

                                                                                                              Publicado el 9 de agosto de 2015

lunes, 23 de mayo de 2016

Una guitarra en la noche

Fueron horas de intenso bombardeo, de silbidos provenientes del cielo anunciando la caída de un nuevo proyectil, de estruendo, de cientos de hombres gritando por salvar su vida, otros tantos aullando por la metralla recibida o agonizando esperando una muerte no deseada. Horas interminables. Y tras él y sin tregua el nuevo ataque de la infantería enemiga. Vinieron ocupando los cráteres dejados por las bombas hasta casi estar frente a nosotros. Ya los sentíamos, no los veíamos, pero estaban ahí. Era el tercer asalto que intentaban en dos días y nuevamente nuestras ametralladoras barrían sus posiciones de un lado a otro. Y parecía que los habíamos parado.
Lentamente el sonido de las balas y de los proyectiles de mortero fue decayendo en ambos sentidos. La calma volvía al campo de batalla dando paso al pavoroso momento que demostraba otro tiempo perdido en el que nuevamente nadie había ganado nada. Solo se habían perdido vidas humanas. Vidas sin valor para generales que jugaban a la guerra desde una posición segura en la retaguardia.

Al caer la noche la calma se hizo más evidente. Apenas se oían ruidos. Los soldados de ambos bandos hablábamos en voz baja, tratando de relajarnos; fumando nuestros cigarros y pipas con cuidado, escondiendo el rescoldo para no dar aviso a los de enfrente de la posición; y los más intentando dormir antes de que los silbatos de los oficiales nos empujasen trinchera arriba hacia una muerte a la que mirábamos cada día a los ojos.

De forma casi imperceptible un ligero son fue haciéndose sitio en la noche. Una guitarra intentaba emerger desde las entrañas de la tierra, desde la profundidad de una trinchera. Un joven recluta pulsaba las cuerdas del instrumento con mesura, casi con cariño, como si tuviese entre sus brazos a aquella muchachita que se despidió de él con un beso en la mejilla cuando marchó al frente. Aquella que prometió esperarlo hasta su vuelta. Y así sonaba la guitarra, con amor. Y el muchacho siguió tañendo y su sonido atravesaba lentamente la oscuridad.

Los pocos murmullos que trascendían callaron ante la música. Era difícil escuchar algo así en aquel infierno. Y era tan primorosamente ejecutada que nuestros corazones, endurecidos por meses y meses de guerra fueron aflojándose, dejándonos llevar por la melodía y permitiendo a nuestras cabezas evadirse momentáneamente del campo de batalla, viajar a nuestra memoria y evocar con cariño y deleite otros lugares donde la felicidad estaba asegurada, allí donde sabíamos que todo era mejor. Infinitamente mejor.
Durante aquellos momentos todo se detuvo. Y la guitarra siguió oyéndose, hasta que tal y como apareció fue apagándose en la noche, dejando tras de sí una calma reconfortante en todos nosotros.

Al amanecer fuimos saludados con una nueva lluvia de obuses. Otra vez los hombres luchamos simplemente por no sucumbir a las bombas o acabar enterrados bajo los cientos de toneladas de arena que éstas levantaban con una facilidad pasmosa. Y tras horas de fuego graneado de nuevo a tratar de parar las acometidas de los infantes que trataban de hacerse con nuestra posición. Al final del día otro empate técnico regado con la sangre de cientos de hombres.

Cuando entró la noche, cual fantasma, la guitarra volvió a hacer su aparición rompiendo el silencio tenuemente. Las notas parecían brotar de la tierra diseminándose por todo aquel siniestro lugar como quien siembra una nota de color o un rayo de esperanza. Y durante ese tiempo todo lo que nos rodeaba a los miserables que allí nos encontrábamos quedó lejano.

Aquel hecho siguió repitiéndose noche tras noche y cuando se acercaba la hora todos los presentes callábamos y abríamos los oídos tratando de no perdernos ni una sola nota. Así un día tras otro. Hasta que dejó de oírse. Todos nos preguntamos dónde estaba el músico que tocaba aquel instrumento y que había faltado a su cita. La respuesta no se hizo esperar. El joven, un recluta, había muerto a causa de los bombardeos de la mañana, y a algunos metros de él encontraron su instrumento hecho añicos. No sabíamos su nombre pero todos le echaríamos de menos. Y más que nadie aquella muchachita que prometió esperar su vuelta.

Al día siguiente todo siguió su curso. La espantosa realidad. Más bombas, más muerte y más desolación. Nada había cambiado. ¿Cuándo acabaría todo aquello?

                                                                                                                                   Primavera, 1917

Basado en La Guitarra Del Joven Soldado de Silvio Rodríguez.

                                                                                                           Publicado el 19 de febrero de 2016

domingo, 22 de mayo de 2016

Qué angustia

Me encantaba cuando le veía correr por el pasillo. Parecía que la casa no tenía ya ni un solo centímetro que no hubiese estudiado, revuelto, hurgado, toqueteado, o que directamente no hubiese puesto patas arriba ¡Qué cosas! Con lo terriblemente ordenado que era yo para todo y este enano era capaz de perturbar mi mundo físico a la velocidad de la luz. Así que no digamos el mental. Una locura.

Por todo ello, cuando desperté de la siesta, me di cuenta de que algo no marchaba. No oía nada. Ni niño, ni los dibujos en la televisión del niño, ni los juguetes del niño accionados por él mismo... Nada. Me levanté como un resorte llevado por un mal presentimiento, pero no quise que nadie se alterase ni que me pudieran ver alterado. Salí al pasillo y fui pasando de habitación en habitación. Por ningún lado conseguía encontrarlo. -Jodío niño- dije para mis adentros mientras los nervios luchaban por aflorar. Tentado estaba ya de pegar una voz cuando lo vi. Sentado en el suelo, con la cabeza pegada al mirador, oteando el horizonte sin realmente fijar sus ojos en nada. Ponía morritos como besando el cristal y luego separaba los labios, así una y otra vez.

Me acerqué lentamente haciéndome notar pues no quería sobresaltarlo, pero parecía hipnotizado. Llegué a su altura y me senté junto a él. Miré por el ventanal para saber que podía haber que le hiciese estar tan ensimismado. El parque de enfrente no tenía nada de especial. De hecho, por las horas que eran no podía haber ningún ser vivo pues el sol de julio caía con todas las de la ley. Aun así continué buscando aquello que pudiese tenerlo en tal situación pero mis esfuerzos fueron en vano.
Comencé a pensar si el muchacho había hecho alguna trastada gorda que no sabía cómo afrontar. El silencio entre los dos casi podía cortarse con un cuchillo. Y yo no tenía ni idea de qué hacer al respecto. Así que ahí me quedé, junto a él, mirando a través del cristal hacia ese punto que realmente no veía y pensando en algo que desconocía. ¡Qué papelón el mío! y ¿Qué hago?

Finalmente el más adulto de los dos rompió el silencio
—Papá ¿cuándo tú y mamá os conocisteis qué hizo ella?.
Realmente no esperaba esa pregunta y empecé casi a balbucear. En verdad el adulto era él.
—Quiero decir que si mamá te cogió de la mano, te llevó aparte y te dijo que ya erais novios o algo así.
Mi mente buscaba respuestas, pero qué decirle a un niño de ocho años. Jolines, que antes de la siesta había dejado a mi hijo jugando con sus amigos en la piscina y ahora me encontraba con un dramón. ¡¿Qué había pasado?!

El muchacho seguía con la cabeza apoyada en el cristal, poniendo morritos y mirando al infinito. Así que traté de ponerme en situación y buscar una salida al asunto.
— ¿Por qué me lo preguntas, hijo?
El niño respiró profundamente y me espetó:
—Es que Marta me ha dicho que ahora somos novios y que tendremos que hacer la vida juntos— y a continuación añadió casi con desesperación —y yo no sé si quiero.
Mi mente entró en colapso al tiempo que el niño continuaba con su cuasi monólogo.
—Y, ¿entonces, ella se vendrá a vivir aquí...? y ¿Quién va a hacer la comida? Porque yo no sé... y ¿Voy a tener que buscar trabajo?... A lo mejor encuentro algo en una juguetería, se me dan bien los juguetes...
Y ahí dije basta. Quién se habrá creído esa niña para hacerle el patrón a mi hijo. Será mema. Y traté de dejar las cosas claras al chaval.
—Vamos a ver, hijo. —Tratando de hacerle comprender— En primer lugar ¿no crees que tú y Marta váis muy deprisa? Que sois muy jóvenes, y lo primero es el cole, no el trabajar; y ahora tenéis que disfrutar del verano y las vacaciones y todo eso; y no preocuparos por quién vive dónde, ni quién cocina ni el qué, ni nada, ¿no? Yo lo haría así y así deberías decírselo a ella.
El silencio se apoderó de los dos. Y yo no sabía qué hacer para sacarlo de su angustia. Así que dejé que ese incómodo mutismo se apropiara de todo. Lo prefería antes que decir alguna estupidez de la que sabía que no iba a poder salir.
Tras unos pocos minutos, el muchacho se volvió hacia mí, resopló, y dijo con cara de fastidio
—Sí papá. Tienes razón. Pero el que tiene que pasar el verano con ella soy yo.
Definitivamente, el adulto era él.

                                                                                                               Publicado el 24 de julio de 2015