domingo, 29 de mayo de 2016

Mierda de vida

Me imaginaba igual que estaba hace un año. Con una pedazo de mujer al lado y un margarita en la mano. La brisa del mar dándome en la cara y el sonido de las olas acariciando mis oídos. ¿Y ahora? Aquí, tumbado en la cama. Mirando al techo. Haciendo dibujos en el gotelé que solo puedo ver yo. Formas imposibles, figuras indefinidas. Igual que resultaba mi vida. Todo muy abstracto ¿Podía llamarlo así? Por supuesto que sí. Si no lo entendía ni yo ¿Cómo podía haber llegado hasta este punto? ¿Cómo había cambiado tanto todo en solo un año?

Todavía recuerdo cuando al volver de vacaciones me pusieron el finiquito sobre la mesa. Es lo que hay, me dijeron. Y cuando se lo contaba a mi esposa, su cara de sorpresa primero y de incredulidad después. Mis esfuerzos por pedirle tiempo y paciencia para enmendar el asunto, Los suyos cuando me dijo seis meses después que había alguien más. Su jefe. Que le empezó a contar mis problemas y una cosa llevó a la otra... Coño, y si le cuenta los suyos ruedan una película porno. Hija de...

Mis recuerdos cuando le di las gracias por "su paciencia y su tiempo". Su gran corazón cuando me dijo que, por favor, me quedase con la casa y el coche. Y, por supuesto, con la hipoteca y el préstamo que iban con ellos. Y ¡¿cómo los voy a pagar?! Qué hija de...

Y ahora aquí estoy. Solo, en el paro, con dos préstamos. Y comiéndome los pocos ahorros que me quedan. —Puedes vender la casa y sacar un dinerito— me dijo cuando hacía la maleta. Con esta puñetera crisis y quieres que venda así como así un piso de 200.000 euros. Qué gran hija de... Y qué mierda de vida.

Y en esas me hallaba cuando sonó el timbre de la puerta. Una y otra vez. Y yo pasaba de él. Y siguió sonando. Y yo seguí pasando. Hasta que la insistencia fue tal que tuve que levantarme para abrir la puñetera puerta, mientras pensaba que como fuesen los Testigos de Jehová los gritos los iba a escuchar hasta su Jefe. Pero no.

Cuando abrí la puerta allí estaba ella. Me soltó un hola con mala leche al tiempo que añadía algo así como que era la vecina de abajo y que había subido porque una gotera amenazaba su nuevo piso. Es verdad, el piso de abajo que estaba deshabitado desde hacía tiempo. Y ahora estás tú. Y qué tú.
Ella siguió hablando y yo solo podía mirarla embobado. Hasta que me sacó de mi abstracción con un: —¡¿Pero me estás escuchando?!
—Sí, sí, perdona. Es que me acabo de despertar de la siesta y...
— ¿La siesta? ¿A las ocho de la tarde? Tú mismo.
—Sí, bueno... soy así... Entonces ¿una gotera? Si quieres lo vemos y llamo al seguro y tal.
—Hombre, algo tendremos que hacer.
Algo haríamos, pensé para mis adentros; si tú quisieras, claro. Pero no querrás.

Bajamos a su piso y me enseñó la gotera. Le dije que no habría ningún problema, que daría aviso inmediatamente para que pasasen a arreglarlo y me dispuse a salir de allí lo antes posible para no cabrearla más. Y cuando ya estaba en la puerta de entrada me dijo suavizando el tono:
—Creo que hemos empezado con mal pie. Si te parece volvemos al principio. Mi nombre es Ángela.
Sonreí ante su ofrecimiento de la pipa de la paz, me presenté en condiciones y le pedí disculpas de nuevo. Y ante mi propio asombro, me ofrecí a invitarla a un café como compensación y para sellar nuestra nueva amistad vecinal. Y ella, más asombrosamente y con una franca sonrisa, dijo sí. Joder, que dijo sí. E inmediatamente pensé en cómo te puede cambiar la vida una gotera.

                                                                                                       Publicado el 5 de septiembre de 2015