sábado, 24 de noviembre de 2018

¡Ay Señor!


Don Germán se incorpora de la cama y pone los pies en el suelo. Lo primero que sale de su boca es un ¡ay Señor! Le duele todo. O será que le duelen los más de noventa años que tiene encima. Toda una vida, y bien movida. Desde muy niño ayudando a su padre en el taller. Luego vino la guerra, y se llevó por delante a su padre y a su hermano mayor. Se quedó solo con su madre y con todas las penurias que vinieron después. Así que no le quedó otra. En cuanto pudo ingresó en la academia de infantería. Sabía que si conseguía un puesto al menos no pasarían hambre. Y le costó Dios y ayuda. Porque allí no había amigos, y menos para el hijo de un humilde herrero. Pero consiguió meter la cabeza y, no solo eso, fue de los primeros de su promoción. Y por ello, una vez obtenido el empleo, consiguió una plaza. Pero era una época dura, y el ejército sabía colocar a los suyos en los mejores sitios, y ese no era el caso de d. Germán. Siempre había "hijos de" que se le colaban en los ascensos, en la obtención de mejores destinos. También era cierto que los había bien preparados, pero eran los menos. Así que tenía que luchar contra todos. Frente a esto él solo murmuraba un ¡ay Señor!

Don Germán tampoco era bien mirado por su actitud con sus subordinados. Los trataba bien, máxime cuando sabía que muchos de ellos estaban allí por obligación; que habían tenido que abandonar su casa y su trabajo, tan necesario para alimentar a los suyos. Pero la patria lo exigía. Y esa cuestión no implicaba tratarlos casi como siervos. Eran tan personas como él y eso conllevaba, al menos, ser correctos con ellos. Para ser honestos, a don Germán no le gustaba la carrera militar, ni muchos de sus compañeros y superiores. Es verdad que había de todo, como en botica, y que el ejército le había dado de comer, y él estaba agradecido. Y por ello trató de cambiar cosas dentro de él. Y algo consiguió, pero a base de pelear mucho. Y vio y vivió tanta necedad, arrogancia e ineficacia que al final estaba cansado, y sobre todo, cansado de luchar solo. Cuántas veces miró al cielo mascullando impotente ¡ay Señor!

Y así pasó toda una vida. De aquí para allá. Consiguiendo ascensos cuando ya lo habían superado todos los demás, y yendo de plaza en plaza, siempre por supuestas exigencias del servicio. Y con su madre a cuestas. Y cuando esta falleció, él ya era mayor, y se quedó solo. No se casó nunca. Su vida fue el ejército y su madre. Y al final el ejército también lo abandonó. Primero entró en la reserva y luego el retiro. Ya no le quedaba más, solo una pensión, una habitación en una residencia y un gran cansancio.

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Cuando llegó la policía se encontraron a la gobernanta del edificio ahogada entre hipos y lágrimas. Entre medias consiguieron sonsacarla que así se había encontrado al pobre don Germán tras escuchar ese horrible estampido. Que menuda tostada; él, que siempre había sido todo un señor, educado, tranquilo... y encontrárselo así. Los dos agentes se miraron dando a entender que la cosa estaba clara.  Don Germán tumbado en la cama, inerte, con un disparo en la sien y la pistola en su mano. No había más que añadir. Aun así, uno de los policías preguntó a doña Evelia si le escuchó decir algo antes del fatal desenlace. Y nuevamente entre sollozos acertó a proferir que tan solo un ¡ay Señor!

jueves, 11 de octubre de 2018

Un superhéroe en zapatillas

Cuando acabó, el corazón parecía que se le iba a salir del pecho. Los músculos doloridos de dar mamporros a diestro y siniestro. Miró alrededor y lo que vio, pese a lo impactante de la escena, no pareció impresionarle mucho. Todo estaba destrozado, y había varios cuerpos alrededor algo más que perjudicados. Se echó mano a la mandíbula, parecía que uno de esos desgraciados le había roto alguna muela. Al mirarse los puños estaban llenos de sangre. Recuperó el aliento y decidió que ya era hora de volver a casa. Esa noche su lucha contra el crimen había concluido. Salió del local con cierta premura, seguro que la policía estaba a punto de hacer acto de presencia. Llegarían tarde, como siempre. Él ya les había hecho el trabajo sucio.

Iba por calles poco transitadas, buscando el abrigo de las sombras para no ser visto hasta que llegó a su guarida, un pisito de protección oficial en las afueras. Se dejó caer sobre el sofá exhausto. Mientras tomaba una cerveza se miraba el traje, no le cabía más restos de sangre y suciedad. Suspiró y se levantó encaminándose lentamente hacia la ducha. Tras quince minutos de reparadora ducha salió despacio, recogió la ropa tirada en el suelo y fue a la cocina. Examinó las manchas del traje, sabía que aquello le iba a costar quitarlo. Aplicó el detergente sobre la mancha y lo metió en la lavadora. Si había algo que siempre odiaba de aquel trabajo era precisamente el después. No ganaba para trajes. Llevaba ya tres en lo que iba de año y la subvención de superhéroe del ministerio todavía no había llegado. Se rió de su propio chiste. Ojalá le diesen una subvención. En cualquier caso tendría que cuidar un poco más el uniforme. A ver cómo le decía a los malos que tuviesen cuidado, que no se lo manchasen. No era serio. En fin, pensó que mejor iba a dedicar su esfuerzo inmediato, aunque le doliese todo, a prepararse una buena cena. Tenía que amortizar las clases de cocina de los martes y jueves. Y mañana se dedicaría a limpiar la casa como hacia todas las semanas, porque la lucha contra el crimen no estaba reñida con tener una casa decente.

sábado, 29 de septiembre de 2018

Aquel olor

El pequeño aguacero que había caído un rato antes había refrescado el ambiente haciendo que la temperatura fuese perfecta para caminar. Los primeros rayos de sol van tratando de abrirse camino entre los bloques de pisos que rodean el parque. El momento es perfecto ¿Por qué? La verdad es que no lo sé. Lo que sí sé es que me encuentro a gusto. El paseo me está resultando realmente agradable. Me encuentro bien. Inspiro totalmente llenando mis pulmones del frescor matutino. Y ahí está. Aparece de golpe, por sorpresa. Un recuerdo perdido. Un olor que sacude mi pituitaria y despierta un recuerdo en lo más recóndito. Algo primigenio, olvidado, sepultado bajo cientos de capas. Como la puerta mil veces pintada y que ante un fuerte golpe deja ver su primer color. Sorprendido levanto la vista. Ante mí se presentan edificios nuevos, grandes avenidas, zonas verdes que tratan de ocultar la profundidad gris de la ciudad. Pero no consiguen ocultarme lo que había sido. A mis ojos desaparecen, como un castillo de arena golpeado por las olas, y en su lugar surgen casa bajas, calles mal asfaltadas y explanadas cubiertas por maleza donde un niño juega, dejando pasar el tiempo sin importar nada más. Otro tiempo, otra situación, otra historia. Un lugar especial. Y de la misma manera que ha venido el olor se marcha, y el recuerdo vuelve a su oscuro escondite y reaparecen los edificios nuevos, las grandes avenidas y las zonas verdes que tratan de ocultar la profundidad gris de la ciudad. Pero no importa. El aguacero, el olor, el regusto de un recuerdo. Todo multiplica mi gozo. Y me siento bien.