viernes, 26 de abril de 2024

Jazz I, II y III

 Jazz I

Desde que tenía uso de razón, los primeros recuerdos de mi padre era verlo mientras escuchaba sus viejos discos de jazz. Largas horas tras volver a casa del trabajo. Se sentaba, solo, en un viejo sofá y dejaba sonar la música. Sus dos únicos movimientos se producían para dar la vuelta al disco cuando este llegaba a su fin; y el otro, cuando acercaba el vaso de whisky a sus labios para echar un trago. 

Nunca había sido especialmente cariñoso. Todo lo contrario. Era serio, seco, distante… Pero había algo en sus ojos cuando me miraba que mostraban por mí todo aquello que era incapaz de decir con palabras.

Sabía que su vida no había sido fácil. Su viejo, mi abuelo, lo dejó sordo de un oído en una muestra de “afecto”. Y sabía que de niño había sufrido mucho más por su culpa pero nunca había salido ningún reproche de su boca. Supongo que todo aquello fue moldeando su carácter. Tampoco ayudó el hecho de que mi madre nos abandonara siendo yo niño. Y pese a todo trató de que siguiéramos con nuestra vida. Aunque no supiese cómo manejar aquello, lo intentó. Jamás dio una voz más alta que otra y, por supuesto, jamás me levantó la mano. Con él nunca me faltó de nada, siempre estuvo pendiente de mí. Supongo que también entendía que yo no tenía la culpa de todo aquello, era lo que nos había tocado y había que apechugar con ello.

A veces, cuando lo veía especialmente taciturno, me sentaba a su lado para escuchar sus discos. No mediábamos palabra alguna, solo escuchábamos; sobre todo la voz melancólica de Baker. Creo que había algo en la forma de cantar de Chet o en sus letras, no sé exactamente, que le hacían sentirse comprendido. Alguien parecía vislumbrar su dolor.

Mientras sonaba la música veía de reojo como me observaba cuando él pensaba que no me daba cuenta. Algo dentro de mi padre parecía decirle que había alguien de quien sentirse orgulloso, pese a todo, y su boca parecía dibujar un amago de sonrisa.

Al final, ya entrada la noche, los dos nos dormíamos; yo fruto del cansancio, él del alcohol.


Jazz II

Al final, el idilio de mi padre con el whisky le pasó factura. Se fue tal y como había vivido, casi sin palabras. Como herencia me dejó una maleta con recuerdos que prácticamente tal cual abrí fue a la basura. Y, por supuesto, una buena colección de discos. Fue lo único que verdaderamente me unía a mi padre. Los tuve en un rincón del salón durante bastante tiempo pero ni siquiera los saqué de la caja. Hasta que una noche me decidí. Al levantar la tapa me encontré con la mirada de Chet Baker. Sus ojos, oscuros como los de mi padre, tenían en aquella portada aquel poso de abandono y tristeza, pese a la mujer que lo abrazaba por su espalda. Cuando su trompeta empezó a sonar volví inmediatamente a mi niñez. A aquellas noches de penumbra con aroma a whisky, a los pocos momentos de cercanía con mi padre.

Dejé que el disco siguiese su curso mientras, a diferencia de él, me preparaba una copa de vino. Pero, al igual que él, mis únicos movimientos a lo largo de la noche fueron para dar la vuelta al disco y acercarme la copa a los labios. Y así fue durante las siguientes noches… y años.


Jazz III

El tiempo había pasado, quizás más rápido de lo que yo mismo había creído. Veinte años después, veinte kilos menos. Habiendo superado por fin mi gusto exagerado por el zumo de uva fermentado. Y allí estaba. Si mi padre pudiese verlo seguro que lo disfrutaría. Me habían hablado de aquel local, distinto de tantos como habían proliferado por la costa oeste a la última moda, con exposiciones de arte, brunch con actuaciones y hasta menús veganos.

Me senté al final del local, quería observarlo todo sin que nadie se percatara de mi presencia y pedí al camarero un sex on the beach, virgen por supuesto.

Un trío terminaba su actuación dando paso a la siguiente. Sobre el escenario apareció una mujer. Aún sin grandes adornos su sola presencia llenaba el local. Cara angelical, ojos intensos, cuerpo de pecado y, cuando comenzó a cantar, una voz que salía de las tripas. Aquella voz, que unas veces y con apenas un murmullo susurraba al amante entre sábanas, o maldecía despechada al amor que se había ido, o lloraba la oportunidad perdida de ser feliz. Aquella voz me dejó atado al asiento. Ya no existía nada más que no fuese solo la presencia de aquella mujer. Tras la actuación se fue directamente a la barra y pidió un whisky, tomó un profundo trago, cerró los ojos mientras paladeaba el licor y pareció abstraerse de dónde estaba. Me acerqué hasta ella con mi copa en la mano, queriendo abordarla pero sin saber cómo. Y en ellas estaba cuando me sorprendió su voz grave dirigiéndose a mi:

—¿Qué quieres?¿un autógrafo… invitarme a una copa… un polvo…?

Su salida de tono me dejó atónito, sin palabras. Y al no contestar se giró hacia mí, evidenciando bajo su vestido un cuerpo aún bello y unos brazos llenos de marcas que involuntariamente llamaron mi atención y que a ella no pasó inadvertido. Tras unos instantes de vacilación entre ambos conseguí soltar un balbuceante elogio sobre su actuación que ella aceptó con lo que parecía un ligero gesto de agrado. Miró curiosamente mi copa y con sonrisa burlona me soltó:

—¿Mamá no te deja beber?

Miré la copa, luego al suelo. Aquello parecía mucho más difícil de lo que hubiese esperado. Finalmente le ofrecí invitarla a otra que ella aprobó. Mientras nos preparaban las bebidas apareció un gigante de espaldas anchas con un traje a punto de reventar por la estrechez. Le dijo algo al oído mientras posaba la mano sobre su hombro en actitud de dominio. La mujer respondió con un claro gesto de rencor, ira y tristeza, casi imperceptible pero hondo. Tomó el vaso que acababa de ponerle el camarero y de un trago fue al fondo de su pequeño cuerpo. Se incorporó y girándose hacia mí me dijo:

—Gracias, por este pequeño impulso. Me ayudará con el resto de la noche.

El fortachón la tomó del brazo “invitándola” a salir de allí. Me levanté en un inocente intento de parar aquello pero la mirada amenazante del gorila y un rotundo basta de ella me pararon en seco.

Los vi irse por el fondo de la sala. Inmediatamente caí en la cuenta de lo curioso que resultaba que alguien me hubiera conmovido tanto en un lapso de tiempo tan mínimo. Y ni siquiera sabía su nombre. Suspiré, traté de reordenar mis ideas y al volverme a la barra me encontré junto a mi bebida una servilleta. Anotados en ella un número de teléfono y un nombre: Emma. Solo cuatro letras. Me guardé la nota en el bolsillo, apuré mi bebida y me dispuse a salir de aquel club. Inmediatamente supe que no volvería allí. Que no llamase a aquel número de teléfono ya era otra cosa. Pero eso sería otro día. Por hoy ya había tenido suficiente jazz.

viernes, 12 de abril de 2024

EL alquimista

La casa ardía por todas partes con virulencia. Los vecinos trataban de apagar el fuego, no tanto por tratar de salvar la casa, si no por evitar que proliferase por todo el vecindario. Realmente el inquilino les importaba poco, pero el hecho de que las casas fueran de madera podía hacer que la destrucción fuese devastadora.

Aquel individuo llegó a la ciudad sin ruido y trató en todo momento de pasar inadvertido. Pero poco a poco se fue propagando que era el responsable de ciertos prodigios en otros pueblos, que había conseguido erradicar ciertas pestes que habían hecho enfermar a las personas y animales, e incluso la tierra. Para unos era un mago, para otros era un hechicero y para los más un alquimista… Para él mismo solo era un hombre que trataba de conocer el porqué de las cosas.

Es verdad que cuando llegó a aquella localidad del norte y vio los cultivos cubiertos de podredumbre supo que para acabar con el mal debían quemarlo todo y salvar lo que aún quedaba sano, ya se ocuparía la tierra de hacer renacer los campos. Y en verdad pocos meses después un vigoroso verde fue prosperando libre de enfermedad. Él no sabía qué atacaba la planta, solo que había algo que no veía que producía el daño. Igualmente que cuando fue llamado de otro pueblo porque la peste había entrado en él y matado a decenas de personas. Nuevamente, cayó en la cuenta de que algo oculto a sus ojos no le permitía discernir el qué; algo que campaba a sus anchas provocando tumores purulentos en los habitantes; y, por supuesto, todas aquellas inmundas ratas.Y lo que fuese que allí había se impregnaba en el vecindario, quedando un aire pestilente. O cuando en aquella otra aldea todos enfermaron, y tras investigar, cayó en la cuenta de que el agua de aquel pozo del que todos bebían tenía “algo”. Ordenó que extrajeran unos cubos y los pusieran al fuego hasta que hirviese como le habían enseñado hacía tiempo. Posteriormente se lo dio a beber a los animales y ninguno enfermó. ¿Qué era ese algo que no veía y sin embargo hacía tanto daño?  El fuego era purificador ¿pero por qué?¿Qué podría haber en la tierra, el aire y el agua que, sin embargo, era vulnerable al fuego? Siempre quería saber.

Solo el anhelo del conocimiento le había llevado por toda Europa: París, Praga, Colonia, Turín… Quería aprender y comprender, observar cuánto se pusiese delante; escuchó a lo mejores doctores, leyó a los clásicos, atesoró cuanto pudo en su cabeza… y en su carpeta. Aquel voluminoso cartapacio del que no se separaba y que tenía cuánto había aprendido, algunas de las cuales no debían salir a la luz. Era peligroso si llegaba a ciertos estamentos

Pero al margen de su búsqueda del saber la vida continuaba alrededor suyo. En su deambular por este pueblo en el que vivía conoció a aquel hombre. Este en un principio solo le ayudaba con pequeñas cosas en sus labores, aunque entre ellos se fue forjando una amistad basada en la camaradería que, poco a poco, fue tornando en algo más. Cambió su forma de mirarle. Sabía que en aquel hombre había más de lo que quería reconocer. Pero no podía, porque también sabía que si aquello llegaba a los oídos de la Iglesia podía ser fatal; y ya tenía bastante con que sus trabajos no fuesen tan divulgados que hiciese que la Inquisición comenzara a hacer preguntas. Pero pese a sus reticencias, surgió lo inevitable entre ambos. Y supuso la perdición del alquimista.

Aquella mañana amaneció solo, aunque no le pareció raro; su amigo solía levantarse al alba en busca de materiales para el trabajo diario. Al salir a la calle notó que le miraban de forma extraña, incluso eludían sus saludos. La respuesta saltó a sus ojos de manera atroz. Una tablilla colgaba de la puerta de la iglesia mayor. En ella podía verse a un hombre siendo tomado por una figura semejante a la de un diablo y, escrito, una corta pero contundente frase: “el alquimista os engaña”.

El químico no salía de su asombro, quién había podido hacer aquello y por qué. Miró alrededor y se dio cuenta de que cada vez había más personas frente al cartel y que se volvían hacia él con desprecio, incluso amenazantes. Salió rápidamente de la plaza de la iglesia en dirección a su casa en busca de seguridad, aunque sabía que eso ya no existía en esa ciudad. Debía huir. Al llegar preparó rápidamente un pequeño equipaje, solo lo imprescindible, debía salir de allí cuanto antes. Buscó su apreciado cartapacio pero no estaba, revolvió todo pero no aparecía. Y en ese momento cayó en la cuenta. No estaban ni eso, ni los pocos enseres de su amado. El pájaro realmente había volado, y lo había hecho llevándoselo todo. Y adiós a todo, a todo por lo que había estado luchando en los últimos años; de nada había servido sus viajes, sus descubrimientos, sus triunfos… Y comenzó a perder la cabeza, se vio sin salida. Además cada vez más gente se arremolinaba en la puerta de la casa con improperios, le llamaban blasfemo, le maldecían… Dónde quedó todo lo que había hecho por sus vecinos; cuáles eran sus pecados: ¿querer saber?... ¿ayudar a otros?... ¿amar?...

La razón, su amada razón, empezaba a abandonarle; y, aún así, quiso ver más allá, dar con el origen de tal situación

—He quebrantado la Ley de Dios, le he faltado, he ensuciado su nombre cometiendo actos impuros… Sí, eso ha sido… Debo inmolarme, purificar mi alma, pedir perdón… —Y recordó las Sagradas Escrituras:

Pedro 1:7: “La fe de vosotros es como el oro, su calidad debe ser probada por el fuego.”

Y Malaquías 3: “El Señor se sentará a purificar a los sacerdotes, los descendientes de Leví, como quien purifica la plata y el oro en el fuego. Después ellos podrán presentar su ofrenda al Señor, tal como deben hacerlo”.

Y, ahí, lo vio claro. Comenzó a tirar al suelo todo cuanto había, esparciéndolo por la habitación. Debía destruir cuanto había usado en pos de la supuesta sabiduría, había pecado de orgullo, se había creído que podía saber lo que Dios ni siquiera había desvelado al Hombre. Redujo su instrumental a añicos: alambiques, lámparas, crisoles, morteros… y cuanto producto inflamable halló fue al suelo. Cogió un candil encendido y lo levantó por encima de su cabeza mientras miraba sin ver y escuchaba el clamor que llegaba de la calle, y dijo con voz firme:

—Así acaba todo. Pago por mis pecados y me libero con el fuego purificador. Sea en mi tu palabra, apiádate Señor. —Y soltó la lámpara sobre aquel maremágnum.

El interior fue devorado por las llamas en pocos minutos y faltó poco para que se propagase al resto de casas si no llega a ser por los vecinos que consiguieron que no fuera a más. Aunque en verdad tampoco quisieron acercarse demasiado, algo había en aquel fuego que aparte de su peligrosidad lo hacía especialmente sobrecogedor. Y no solo fueron los alaridos del alquimista mientras se quemaba vivo, si no algo inquietante. Algunos llegaron incluso a decir que habían visto demonios abandonar el lugar. Quizás sólo era su subconsciente que fruto de la turbación les hacía ver lo que no era; o que, simple aunque lamentablemente, se había incinerado un inocente.

viernes, 22 de marzo de 2024

El hacedor de melodías

El hacedor de melodías
sentado en su banqueta,
coge notas del aire
aparentemente al azar.
Y al supuesto azar
caen sobre el imaginado pentagrama,
con cadencia
sin disonancia.
Acordes cohesionados
formando una armonía,
una musicalidad perfecta,
creando otra canción ensoñada
que quedará guardada para siempre
en el álbum escondido
y lentamente olvidado
de su desbaratada cabeza.

miércoles, 13 de marzo de 2024

Stendhal y lo suyo

Su vista iba pasando casi sin detenerse en ninguno de tantos que tenía ante sus ojos. Todos la llamaban pero ninguno conseguía el efecto de acaparar su atención plenamente. Eran tantos que dudaba ante cual detenerse porque enseguida veía otro al cual dirigirse, y cuando llegaba a él, otro aparecía. Alargaba la mano con un pobre afán de decisión porque en realidad los quería todos, casi era necesidad. Pero sabía que era imposible, debía escoger.

Su figura se perdía entre las interminables estanterías perfectamente alineadas repletas de libros. El silencio era casi absoluto, lo que ayudaba a que la atmósfera fuese aún más íntima, creando un vínculo único que parecía reservado para ella en aquel magnífico lugar tan lleno de vida, y paradójicamente sin nadie alrededor. Todo llamaba su atención; los lomos de distintos tamaños, colores y material… De vez en cuando reconocía un autor, un título… Estiraba el brazo con intención de tocarlo pero rara vez llegaba siquiera a tocarlo, como si casi fuese una perversidad romper con el perfecto orden y alineación en el que se encontraban. Parecía que los libros la hablaban; se presentaban ante ella, “cógeme a mí, no te pesará…” “yo soy el que buscas...” “déjame que te cuente...” pero seguía su camino pasando de un pasillo a otro, de una estantería a otra, de un libro a otro… Su cabeza se iba llenando de palabras y, sin conocer lo que escondían en sus páginas, se formaban historias en su mente, seguramente sin nada que ver con lo que contaban pero con ganas de cogerlo y ver de qué iba; pero no podía, el de al lado la llamaba. Qué situación, era una locura. Una locura sublime, irresistible, maravillosa. Insospechadamente pareció que de uno de los tomos salía una mano que la saludaba. Lo cogió y leyó el título: “Alicia en el País de la Maravillas”; interesante se dijo y se lo llevó. Más allá otro lo silbó. Corrió hacia él y vio que era el “Don Quijote...”… y después otro hizo lo mismo, "Las 1000 y una noches"… y otro, "Moby Dick"… y "Los Tres Mosqueteros"… y otro y otro y los iba cogiendo todos mientras se quedaba sin manos para tantos…Veía a tantos personajes que la miraban, la saludaban, la sonreían en un afán de llamar su atención y la cabeza empezó a darle vueltas y el corazón se le salía del pecho, hasta que poco a poco su visión fue a negro, perdiendo la conciencia.

Una mano le tocó en el hombro suavemente haciéndola salir del estupor en que se encontraba. Estaba en la fila de préstamo de la biblioteca. Cómo había llegado allí. Se sorprendió al darse cuenta de que en su mano tenía un pequeño tomo de piel roja. Lo miró, "Rojo y Negro" de Stendhal. Recordó vagamente que había cogido muchos, pero de tantos ahora solo uno ¿por qué? y ¿por qué aquel? No tenía tiempo para pensar más, el auxiliar la miraba esperando para atenderla y la cola empezaba a refunfuñar por la demora. Se lo dio y este al ver el título sonrió y le preguntó si conocía el síndrome de Stendhal. La chica desconcertada negó con la cabeza. El síndrome de Stendhal: emociones muy intensas ante algo que nos resulta exageradamente hermoso. La muchacha se quedó sin palabras. Cogió el libro que le entregaba el chico y salió de forma apresurada mientras esquivaba las miradas del resto de los presentes y con Stendhal de la mano. Hasta ese día no conocía a aquel señor pero lo cierto es que hoy la cabeza la tenía totalmente alborotada. Era un sindiós en toda regla.