viernes, 12 de abril de 2024

EL alquimista

La casa ardía por todas partes con virulencia. Los vecinos trataban de apagar el fuego, no tanto por tratar de salvar la casa, si no por evitar que proliferase por todo el vecindario. Realmente el inquilino les importaba poco, pero el hecho de que las casas fueran de madera podía hacer que la destrucción fuese devastadora.

Aquel individuo llegó a la ciudad sin ruido y trató en todo momento de pasar inadvertido. Pero poco a poco se fue propagando que era el responsable de ciertos prodigios en otros pueblos, que había conseguido erradicar ciertas pestes que habían hecho enfermar a las personas y animales, e incluso la tierra. Para unos era un mago, para otros era un hechicero y para los más un alquimista… Para él mismo solo era un hombre que trataba de conocer el porqué de las cosas.

Es verdad que cuando llegó a aquella localidad del norte y vio los cultivos cubiertos de podredumbre supo que para acabar con el mal debían quemarlo todo y salvar lo que aún quedaba sano, ya se ocuparía la tierra de hacer renacer los campos. Y en verdad pocos meses después un vigoroso verde fue prosperando libre de enfermedad. Él no sabía qué atacaba la planta, solo que había algo que no veía que producía el daño. Igualmente que cuando fue llamado de otro pueblo porque la peste había entrado en él y matado a decenas de personas. Nuevamente, cayó en la cuenta de que algo oculto a sus ojos no le permitía discernir el qué; algo que campaba a sus anchas provocando tumores purulentos en los habitantes; y, por supuesto, todas aquellas inmundas ratas.Y lo que fuese que allí había se impregnaba en el vecindario, quedando un aire pestilente. O cuando en aquella otra aldea todos enfermaron, y tras investigar, cayó en la cuenta de que el agua de aquel pozo del que todos bebían tenía “algo”. Ordenó que extrajeran unos cubos y los pusieran al fuego hasta que hirviese como le habían enseñado hacía tiempo. Posteriormente se lo dio a beber a los animales y ninguno enfermó. ¿Qué era ese algo que no veía y sin embargo hacía tanto daño?  El fuego era purificador ¿pero por qué?¿Qué podría haber en la tierra, el aire y el agua que, sin embargo, era vulnerable al fuego? Siempre quería saber.

Solo el anhelo del conocimiento le había llevado por toda Europa: París, Praga, Colonia, Turín… Quería aprender y comprender, observar cuánto se pusiese delante; escuchó a lo mejores doctores, leyó a los clásicos, atesoró cuanto pudo en su cabeza… y en su carpeta. Aquel voluminoso cartapacio del que no se separaba y que tenía cuánto había aprendido, algunas de las cuales no debían salir a la luz. Era peligroso si llegaba a ciertos estamentos

Pero al margen de su búsqueda del saber la vida continuaba alrededor suyo. En su deambular por este pueblo en el que vivía conoció a aquel hombre. Este en un principio solo le ayudaba con pequeñas cosas en sus labores, aunque entre ellos se fue forjando una amistad basada en la camaradería que, poco a poco, fue tornando en algo más. Cambió su forma de mirarle. Sabía que en aquel hombre había más de lo que quería reconocer. Pero no podía, porque también sabía que si aquello llegaba a los oídos de la Iglesia podía ser fatal; y ya tenía bastante con que sus trabajos no fuesen tan divulgados que hiciese que la Inquisición comenzara a hacer preguntas. Pero pese a sus reticencias, surgió lo inevitable entre ambos. Y supuso la perdición del alquimista.

Aquella mañana amaneció solo, aunque no le pareció raro; su amigo solía levantarse al alba en busca de materiales para el trabajo diario. Al salir a la calle notó que le miraban de forma extraña, incluso eludían sus saludos. La respuesta saltó a sus ojos de manera atroz. Una tablilla colgaba de la puerta de la iglesia mayor. En ella podía verse a un hombre siendo tomado por una figura semejante a la de un diablo y, escrito, una corta pero contundente frase: “el alquimista os engaña”.

El químico no salía de su asombro, quién había podido hacer aquello y por qué. Miró alrededor y se dio cuenta de que cada vez había más personas frente al cartel y que se volvían hacia él con desprecio, incluso amenazantes. Salió rápidamente de la plaza de la iglesia en dirección a su casa en busca de seguridad, aunque sabía que eso ya no existía en esa ciudad. Debía huir. Al llegar preparó rápidamente un pequeño equipaje, solo lo imprescindible, debía salir de allí cuanto antes. Buscó su apreciado cartapacio pero no estaba, revolvió todo pero no aparecía. Y en ese momento cayó en la cuenta. No estaban ni eso, ni los pocos enseres de su amado. El pájaro realmente había volado, y lo había hecho llevándoselo todo. Y adiós a todo, a todo por lo que había estado luchando en los últimos años; de nada había servido sus viajes, sus descubrimientos, sus triunfos… Y comenzó a perder la cabeza, se vio sin salida. Además cada vez más gente se arremolinaba en la puerta de la casa con improperios, le llamaban blasfemo, le maldecían… Dónde quedó todo lo que había hecho por sus vecinos; cuáles eran sus pecados: ¿querer saber?... ¿ayudar a otros?... ¿amar?...

La razón, su amada razón, empezaba a abandonarle; y, aún así, quiso ver más allá, dar con el origen de tal situación

—He quebrantado la Ley de Dios, le he faltado, he ensuciado su nombre cometiendo actos impuros… Sí, eso ha sido… Debo inmolarme, purificar mi alma, pedir perdón… —Y recordó las Sagradas Escrituras:

Pedro 1:7: “La fe de vosotros es como el oro, su calidad debe ser probada por el fuego.”

Y Malaquías 3: “El Señor se sentará a purificar a los sacerdotes, los descendientes de Leví, como quien purifica la plata y el oro en el fuego. Después ellos podrán presentar su ofrenda al Señor, tal como deben hacerlo”.

Y, ahí, lo vio claro. Comenzó a tirar al suelo todo cuanto había, esparciéndolo por la habitación. Debía destruir cuanto había usado en pos de la supuesta sabiduría, había pecado de orgullo, se había creído que podía saber lo que Dios ni siquiera había desvelado al Hombre. Redujo su instrumental a añicos: alambiques, lámparas, crisoles, morteros… y cuanto producto inflamable halló fue al suelo. Cogió un candil encendido y lo levantó por encima de su cabeza mientras miraba sin ver y escuchaba el clamor que llegaba de la calle, y dijo con voz firme:

—Así acaba todo. Pago por mis pecados y me libero con el fuego purificador. Sea en mi tu palabra, apiádate Señor. —Y soltó la lámpara sobre aquel maremágnum.

El interior fue devorado por las llamas en pocos minutos y faltó poco para que se propagase al resto de casas si no llega a ser por los vecinos que consiguieron que no fuera a más. Aunque en verdad tampoco quisieron acercarse demasiado, algo había en aquel fuego que aparte de su peligrosidad lo hacía especialmente sobrecogedor. Y no solo fueron los alaridos del alquimista mientras se quemaba vivo, si no algo inquietante. Algunos llegaron incluso a decir que habían visto demonios abandonar el lugar. Quizás sólo era su subconsciente que fruto de la turbación les hacía ver lo que no era; o que, simple aunque lamentablemente, se había incinerado un inocente.