martes, 24 de mayo de 2016

Naufragio emocional con final feliz

Solo veía las puntas de mis zapatos. Avanzando. Un dos, un dos... Aparecen y desaparecen ante mis ojos a una velocidad notable. Ni me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor. Solo de vez en cuando intuyo otros zapatos que pasan junto a mí. Pero no quiero levantar la mirada. En realidad no puedo. El corazón se me sale del pecho y la cabeza está a punto de explotar. Pero no es solo por la rapidez con la que voy. Todavía tengo grabada su expresión en mi cerebro, sus ojos de sorpresa ante mi confesión. Su voz balbuceante, sin saber realmente cómo decirme que no.
—Bueno, sí... la verdad es que eres muy majo, y me caes bien y eso, pero...".
Ni la dejé acabar, únicamente acerté a pedir unas torpes disculpas, busqué la puerta más cercana y solo me habría faltado echar a correr para hacer más ridícula mi huida.
Seguí andando hacia ningún sitio. Mirando las puntas de mis zapatos. Embobado. Apareciendo y desapareciendo. Un dos, un dos. Yo también quería desaparecer, pero sus ojos me perseguían, esos ojos que me decían a las claras — ¡¿pero qué me estás contando?!—. Y yo solo quería volatilizarme.

Empecé a notar cierta humedad en mi cabeza. Una gota, dos... Parece que quiere llover. Tres, cuatro... No parece, va a llover. Cinco, seis... Claro, es lo que me falta.
Y rompió. Y al mismo momento las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas, pero nadie se daba cuenta. O quizás es que a nadie le importaba. Y cuanto más llovía mejor me sentía porque más podía dejar brotar mis lágrimas. La propia lluvia las disimulaba. Pero no solo era eso, parecía que cada gota arrastraba un poco de mi sufrimiento, de mi dolor. Como si la propia lluvia se apiadase de mí y me diese un consuelo que no podría encontrar en otra parte. Y el peso sobre mis hombros se fue suavizando.
Ya no andaba a marchas forzadas. La velocidad iba disminuyendo, como si una mano me agarrase afectuosamente obligando a mi cuerpo a moderar su celeridad. Y la lluvia seguía cayendo. Me dejaba llevar por la inercia mientras notaba el agua caer por mi cara y mi cuello, metiéndose por dentro de la camisa y resbalar por mi espalda. Me estaba empapando como un imbécil.

Por fin levanté la cabeza y me di cuenta de la que estaba cayendo. Y yo allí, en mitad del parque, absolutamente solo. Apenas se veía algún paraguas con patas en la distancia que casi corría para guarecerse de esta tormenta de verano. Y yo también eché a correr. Ahora sí, pero para qué. Si ya estaba absolutamente empapado. No paré hasta encontrar la marquesina de la parada del autobús. Y allí me quedé un rato, contemplando como jarreaba mientras dejaba mi mente en blanco. No quería más. Hasta que sonó su voz.

Tan absorto estaba en mi mundo que no había reparado en que bajo la marquesina había alguien más. Me giré y solo pude musitar
— ¿me hablas a mí?—. 
—Sí, claro— dijo con un poquito de sorna.
Pero si estábamos completamente solos. Realmente quién coño iba a estar allí si llovía a mares.
Le volví a preguntar sobre lo que me decía y no había oído.
—Que te has mojado un poco ¿no?
Miré mi ropa y la verdad es que no podía absorber más agua.
Le contesté con un sí entre dientes y una media sonrisa de lo más estúpida.
Pero ella no se encontraba mucho mejor que yo. También la debía de haber sorprendido la lluvia porque su camiseta se encontraba empapada y pese a tener los brazos cruzados sobre el pecho, dejaba entrever sus formas. Y mis ojos buscaban mil sitios donde refugiarse pero volvían al mismo lugar una y otra vez. El pelo ensopado que caía sobre su cara escondía a medias unos ojos que me escudriñaban a medio camino entre curiosos y divertidos. Y yo con cara de nabo mirando al frente.

Al final, giró la cabeza en un intento de verme la cara y me dijo al tiempo que me tendía la mano
—Soy Carla—. Respondí a su saludo dándole la mía y un simple hola y volví a mi posición neutra de vista al tendido, lo que provocó en ella una sonora carcajada. Y ahí me desarmé. La miré como un cordero a punto de ser degollado y creo, sinceramente, que en ese instante, ella supo más de mí que yo mismo, devolviéndome una de las miradas más comprensivas y afectuosas que yo jamás había visto. Y pude sonreír de nuevo.

                                                                                                              Publicado el 9 de agosto de 2015